viernes, 2 de noviembre de 2012

Plegaria para los niños despiertos

Corrientes y Talcahuano, 1.30 am de un miércoles cualquiera. En el medio de las luces (o tal vez en el fondo); en el fondo de las luces, de los vestidos largos y los anillos que salen del teatro, de los vendedores de sahumerios y collares, los carritos repletos de cartón esquivando colectivos y el acento portugués, hay un niño acurrucado contra una chapa.
Piñero y Lasalle, 9 am de un viernes distinto. Entre el mar de enanos que saludan a los dos extraños desde el piso, con besos voladores y aplausos, no tan obedientes como divertidos, un chico se escapa. Se acerca para dejar las cosas en claro.
-Yo quiero una remera anaranjada –avisa uno de los 440 alumnos del Jardín 902 de José C. Paz.

Al duende de Corrientes le compro un alfajor. Jorgelín, triple, de chocolate blanco. Apenas puede levantar la cabeza, cuando me acuclillo ante él. No tiene fuerzas. Tendrá unos tres años, más no. Está devastado. Tiene los huesos por afuera de la piel, la ropa sucia, no manchada, sucia como si lo hubieran arrastrado un par de autos a lo largo de la 9 de Julio. Me mira y con la cabeza. No me contesta cuando le pregunto por qué no quiere el alfajor, y se lo dejo en el piso, a su lado, aunque me precupa que pueda traerle problemas.
El que pide una remera anaranjada intenta fugarse abrazando una bolsa llena de medias, y entre risas las maestras lo detienen.
-Después repartimos entre todos, Martín, y te buscamos la remera –lo tranquilizan.
Son otros dos enanos, una nena y un nene, los que se acercan cuando todos comienzan a volver a las aulas en fila india, después del agradecimiento generalizado. Les pregunto qué quieren. Tan cuadrado, tan básico. Sólo descubro que no quieren nada cuando ella, la nena, se para en puntitas de pie y estira la trompa. Se acercaron a darnos un beso –nada más, nada menos- y se van corriendo, un poco avergonzados los dos, con sus pares de años a cuestas, livianos.

No es el juego de las diferencias.
¿Cuál es el límite que se cruza para que dos niños de la misma edad, de similares condiciones sociales, respondan tan distinto ante la aparición de una mano que pide permiso, desde afuera, para entrar a ayudar?
¿Cuál es el límite de la indigencia, el que deja a un pibe de tres años tirado en la calle, con las neuronas y hasta el instinto desmayados?
¿Cuál es el límite de la indiferencia, el de aquellos que lo esquivan como a una bolsa de papas con mal olor? ¿A quién se le agradece por los que no terminan como él? ¿A las maestras del Jardín 902? ¿A sus familias? ¿Al gobierno, a las entidades benéficas?

La entrega de las donaciones al segundo jardín de infantes más concurrido en José C. Paz nos dejó un sabor de mate semidulce en la boca. El fin de semana pasado, la puerta de la sala azul fue rota a mazazos durante la madrugada.
Fue el tercer robo en los últimos tiempos. Esta vez, les llevaron todo: equipos de música, computadoras, hasta un Nokia 1100.
Los chicos casi ni se percatan. Ellos tienen la sonrisa en bandeja, disponible para quien se les acerque. Y si bien cuando ven las seis o siete bolsas de consorcio llenas de zapatillas, medias y ropa, se ilusionan con que haya juguetes, se alegran lo mismo cuando les revelamos el interior. Muchos de ellos dejan de ir a la escuela por falta de calzado. Los días de lluvia y el resto. Aún no tenemos la fórmula para cambiar el mundo. Apenas tratamos de mejorarlo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario