martes, 24 de julio de 2012

Todos los juguetes van al cielo

La escena tenía algo de reconfortante, una dulcísima miel para el ego, pero a la vez generaba un vacío helado en donde debió haber estado el pecho. Si existe algo menos sólido que un fantasma, es un fantasma en un sueño. Por eso es que el dolor y la tristeza llegaban como la última agitación de la espuma del mar en madrugada. No alcanzaban el mote de ola, pero igual helaban la planta del pie.
Allí estaba yo, cerca del techo de la sala mortuoria, mirándome a mí, o a lo que quedaba de mi disfraz, en un costoso ataúd laqueado, viendo a quienes más lloraban sin poder abrazarlos, oyendo a los que se lamentaban sin poder compadecerlos, admirando a quienes hacían chistes sin poder agradecerles. De a poco el tiempo (que ya, entonces, comprendía como logra hacerlo alguien que murió, dejaba de existir y palparse, no tenía más peso ni materia) se agotaba y me tiraba para arriba. El techo me aspiraba, comenzaba a desintegrarme, y el cielo raso y el cemento y yo éramos lo mismo, no veo más lágrimas, no escucho más llantos, súbitamente olvido la forma de mi rostro y la de todos.

No sé si el lugar al que llegué, incorpóreo y azulado, era el cielo o algunos de esos espacios mágicos de los cuentos terrenales. En los sueños (incluso los más hermosos y terribles, esos de los que despertás con el ojo derecho mojado y la almohada, que acusa recibo, te dice que no es una lagaña, viejo, que no te alcanza con babearme y ahora también me tengo que aguantar tus lágrimas de puto), las cosas no tienen orden ni constancia de CUIL.
No había nubes ni fuego, arpas ni rugidos, ángeles ni mujeres. Sólo estaba Botellita. Como en las películas o los dibujos animados, me refregué ambos ojos con los puños cerrados. Seguía ahí.
-¿Sos vos? –le pregunté, con la fantástica certeza de que hablaba, de que ahí, en el sueño de mi muerte, no era un osito de peluche, o quizás lo era pero podía responderme.
-Sí –me dijo, pero sin mover la boca, eh. No es que era un osito que había cobrado vida.

lunes, 16 de julio de 2012

Acercarse a la ventana


-¿Sabes -preguntó Peter-, por qué las golondrinas anidan en los aleros de las casas? Es para escuchar cuentos. Ay, Wendy, tu madre os estaba contando una historia preciosa.

-¿Qué historia era?

-La del príncipe que no podía encontrar a la dama que llevaba el zapatito de cristal.
-Peter -dijo Wendy emocionada-, ésa era Cenicienta y él la encontró y vivieron felices para siempre.
Peter se puso tan contento que se levantó del suelo, donde habían estado sentados y corrió a la ventana.
-¿Dónde vas? -exclamó ella alarmada.
-A decírselo a los demás chicos.
-No te vayas, Peter -le rogó ella-, me sé muchos cuentos.
Ésas fueron sus palabras exactas, así que no hay forma de negar que fue ella la que tentó a él primero.
Él regresó, con un brillo codicioso en los ojos que debería haberla puesto en guardia, pero no fue así.
-¡Qué historias podría contarles a los chicos! -exclamó y entonces Peter la agarró y comenzó a arrastrarla hacia la ventana.
-Wendy, ven conmigo y cuéntaselo a los demás chicos. Como es natural se sintió muy halagada de que se lo pidiera, pero dijo:
-Ay, no puedo. ¡Piensa en mamá! Además, no sé volar.
-Yo te enseñaré.
-Oh, qué maravilla poder volar.
-Te enseñaré a subirte a la ventana y luego, allá vamos.
-¡Oooh! -exclamó ella entusiasmada.
-Wendy. Wendy, cuando estás durmiendo en esa estúpida cama podrías estar volando conmigo diciéndoles cosas graciosas a las estrellas.
  
Cuando apoyé la cabeza en la almohada, horas después de que Rosita me contara su idea para celebrar el Día del Niño, no tardé en recordar a Peter Pan. Hacía mucho frío, mi ventana tiene persianas pesadas y mi habitación da a una ruta provincial. Estas son sólo algunas de las razones por las que el niño eterno nunca se apersonó más que en pensamientos, como volvió a hacerlo cuando supe del plan de la gente de Pelthom Bar.

lunes, 2 de julio de 2012

En la boca del León


-Y ahora –dijo Patricia dejando asomar otra vez esa sonrisa frenética- dejo que hablen ellos.
Ellos éramos nosotros. Un grupo de los Leoncitos de Moreno, chicos que promediaban los diez años, se alistaron en una especie de fila escalonada y pararon las orejas. Nos miraron serios, respetuosos, algunos de ellos escudriñaron nuestros ojos (yo supe que activaban, pensar que son tan chicos, los radares anti hipocresía, las antenas que heredaron de sus padres, cuyos organismos generaron anticuerpos para resistir el doble interés, la mano extendida con un minúsculo alfiler entre el pulgar y el índice).
No era joda. Las palabras que eligiera para dedicarles, las frases que les dejara este grupo de extraños que llegó un domingo cualquiera en una camioneta con cajas de ropa, libros y paquetes de comida, debían ser dignas de semejante atención.
Por supuesto, la altura de las circunstancias resultó más elevada de lo esperado. Pero lo importante fue la conclusión. Personas como Patricia, líder de los Leoncitos, dueña de un entusiasmo de acero y una voluntad de titanio, se cargan sobre la espalda las agujas del reloj, la historia de los libros y los libros de historia.