(Lucía Luna) |
La
escuché desde el escenario, entre los murmullos por la preparación de la fiesta
que se iba a transformar en una máquina mejoramundos. Una vocecita, que por pigmea
no dejaba de ser vigorosa, gritó entre el río de rostros. “¡Ariel, te quiero!”,
me seccionó sin anestesia. Para descubrirla tuve que mirar bajo la línea de
altura media del público.
Era
Jade. Menuda, de pelo rubio y lacio, la hija de Sandra (amiga de la infancia de
mi madre y algo así como una tía postiza) me miraba con la atención que un niño
de seis años es capaz de dedicar a las cuerdas de una guitarra, a las luces
verdes y azules de un escenario, a la pureza de una canción. No pude más que
dedicarle el siguiente tema antes de que se acercara a darme un beso. Ahí fue
que se congeló el mundo y entendí todo.