lunes, 24 de septiembre de 2012

¿Y ahora quién podrá ayudarnos?

-Y entonces nos re ando juntos porq in del mundo, pero en ¿hola? ¿la?
Así la escuchaba a Cecilia por obra y gracia de mi teléfono, del suyo, de la mala señal o de algún pájaro carpintero que masticó la antena cancerígena que se erige frente a casa. Por eso, le pedí un número de línea y me reí cuando se lo preguntó a la madre.
-¿No te acordás de tu número? –le dije, una vez recuperada la completitud de las palabras.
-No, soy un desastre.
-Espero que te acuerdes de los guiones.
-Sí, de eso sí, porque me gusta.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Zapateo sudamericano


Delante de Rosita camina el andador. Lo sacude, lo zarandea de un lado a otro frenéticamente, y él se la banca.
-Es mi primera salida. Bah, la segunda –dice, con una sonrisa que no grafica tres huesos quebrados tras un paso en falso para bajar una escalera.
La llamé para preguntarle si los jardines de infantes para los que había juntado juguetes el día del niño, en Pelthom Bar, andaban necesitados de algo más. Y aunque el micrófono de mi celular me viene jugando malas pasadas (sobre todo cuando estoy en el tren y sólo vuelve a funcionar para que mi interlocutor escuche el “la puta que lo parió”), hice bien.
Al Jardín 902, creado hace 28 años con el viejo Plan Sarmiento, asisten 440 niños que lo convierten en el segundo más populoso de José C. Paz. No sólo van los que viven alrededor, en el barrio San Fernando, de Vucetich. Chicos de San Atilio, en el límite con Derqui, llegan hasta el 902, por ser el más cercano en la laboriosa avenida Croacia.
Aunque ofrece desayuno o merienda según el turno, sólo tiene cupo y recibe dinero para darle el almuerzo a 280 chicos. Con la comida que obtiene para los 280 (cada vez menos carne, cada vez más fideos o arroz que tratan de enriquecer con acuerdos y solidaridad de los proveedores), comen los 440. Lo hacen en las aulas, como medida para controlar que los duendes se alimenten y no guarden la comida en tapers, sí, tapers, bien en criollo, recipientes que los padres les dan para que guarden algo para sus hermanitos.
-Nunca me voy a olvidar de un chiquito que decía que era culpable –recuerda Rosita, quien casi fue una de las maestras fundadoras y es recordada hasta por las baldosas. Y durante el relato, su sonrisa se desdibuja, aunque sus ojos color de océano brillan con mayor intensidad. –Decía que tenía la culpa porque al hermano, cuando se lo llevaron preso, él no alcanzó a avisarle que la policía estaba en la puerta. Cinco años, tenía.
Ella y las actuales docentes del Jardín 902 no son maestras. Son magas. No comparten por Facebook imágenes conmovedoras de la pobreza o páginas de protestas alicaídas. Ellas meten a diario las patitas en el barro y, cuando Alvarito y José Luis, dos hijos de familia cartonera, van a la escuela con zapatillas rotas o talle 42, juntan guita, se meten en sus hogares, mueven el culo, putean al viento.