martes, 24 de julio de 2012

Todos los juguetes van al cielo

La escena tenía algo de reconfortante, una dulcísima miel para el ego, pero a la vez generaba un vacío helado en donde debió haber estado el pecho. Si existe algo menos sólido que un fantasma, es un fantasma en un sueño. Por eso es que el dolor y la tristeza llegaban como la última agitación de la espuma del mar en madrugada. No alcanzaban el mote de ola, pero igual helaban la planta del pie.
Allí estaba yo, cerca del techo de la sala mortuoria, mirándome a mí, o a lo que quedaba de mi disfraz, en un costoso ataúd laqueado, viendo a quienes más lloraban sin poder abrazarlos, oyendo a los que se lamentaban sin poder compadecerlos, admirando a quienes hacían chistes sin poder agradecerles. De a poco el tiempo (que ya, entonces, comprendía como logra hacerlo alguien que murió, dejaba de existir y palparse, no tenía más peso ni materia) se agotaba y me tiraba para arriba. El techo me aspiraba, comenzaba a desintegrarme, y el cielo raso y el cemento y yo éramos lo mismo, no veo más lágrimas, no escucho más llantos, súbitamente olvido la forma de mi rostro y la de todos.

No sé si el lugar al que llegué, incorpóreo y azulado, era el cielo o algunos de esos espacios mágicos de los cuentos terrenales. En los sueños (incluso los más hermosos y terribles, esos de los que despertás con el ojo derecho mojado y la almohada, que acusa recibo, te dice que no es una lagaña, viejo, que no te alcanza con babearme y ahora también me tengo que aguantar tus lágrimas de puto), las cosas no tienen orden ni constancia de CUIL.
No había nubes ni fuego, arpas ni rugidos, ángeles ni mujeres. Sólo estaba Botellita. Como en las películas o los dibujos animados, me refregué ambos ojos con los puños cerrados. Seguía ahí.
-¿Sos vos? –le pregunté, con la fantástica certeza de que hablaba, de que ahí, en el sueño de mi muerte, no era un osito de peluche, o quizás lo era pero podía responderme.
-Sí –me dijo, pero sin mover la boca, eh. No es que era un osito que había cobrado vida.

Estaba igual que siempre. Igual que antes, bah. Verde, con la panza que alguna vez había sido blanca descolorida, manchada de aceite. Le faltaba el ojo izquierdo, el mismo que perdió cuando yo era un niño. El otro, a-su-lado, tenía la pupila negra intacta y penetrante, el brillo a la orden del día. La boca triste, las orejas peludas y desteñidas.
-¿Dónde estamos?
-En tu sueño.
-Sí, ya sé. Pero estoy soñando que me morí. ¿Esto sería el cielo? Quisiera confirmar en qué creo. Quisiera confirmar si creo.
-Vos estás en tu cama, soñando por fin con algo diferente a mujeres o panteras que te persiguen en mundos maravillosos. La pregunta es dónde estoy yo –me dijo de un tirón, por esa especie de telequinesis (que me hizo pensar en el telekino, y después en jugarle por lo menos diez pesos en Nacional y Provincia al 138, el oso de peluche que habla), en algún idioma diferente que, en mi sueño, entendía a la perfección.
¿Dónde estaba él? No lo sabía. Intenté recordar cuándo fue la última vez que lo vi. Acaso en el lavadero, en las cajas que contenían los castillos de monstruos en miniatura, o el transatlántico de cartón que hicimos para un trabajo práctico en la Primaria. En esa época estaba fanatizado con el Titanic. No con la película, sino con la historia del hundimiento y la imprudencia del capitán y la banda que tocó hasta el final. Me acuerdo que lo pintamos con aerosol, le pegamos en la cubierta corrugada muñequitos cual marineros y el resultado fue una especie de caja de televisor plateada sin otro destino que el de cuna de los gatos más viejos, que pasaban del balcón al lavadero, lugar que funcionó siempre en mi hogar como una especie de geriátrico de gatos. Nunca fui bueno para las manualidades. Corrijo: siempre fui torpe para loquesea.
No logré recordar qué había pasado con Botellita y mi sueño derivó en las ridiculeces de siempre: algo de pesadilla, algo de romance, la frustración laboral. Pero cuando desperté, tenía presente la mirada tuerta del osito de peluche que, de chico, siempre quise más que a cualquier juguete.

Me desperté atormentado. Después razoné (maldito castigo humano) que el sueño se debía a que había estado separando los primeros juguetes que donaron a Tu Tiempo es Hoy la noche anterior. Una caja de plástico contenía muñecas de esas que cierran los ojos cuando las acuestan. A una le faltaban pestañas, pero no me pareció tétrica, sino necesitada con urgencia del afecto desinteresado que sólo un niño y su imaginación pueden ofrendar.
Busqué a Botellita incansablemente. Pasé gran parte del lunes revolviendo roperos, el asilo felino en el que vive un lavarropas (que a veces, y esto te juro que no lo soñé, camina), la polvorienta cima del mueble de mi vieja habitación. Lo encontré, cómo no lo había pensado antes, en el baúl de los recuerdos que descansa tras la cabecera de mi cama.
No me miró con rencor con su único ojo, acaso porque salvo Chucky, los juguetes no conocen la venganza. Sin embargo, pesaba sobre mi pecho la misma culpa y vacío que habían invadido en el sueño a mi espíritu.
Quedaría bien, en esta parte, decir que le dije perdón, pero sólo pensé que en un texto sería atinado, y por eso escribí esto, en honor a Botellita. Es que él nunca me pidió nada, viste. Claro, era probablemente el más feo de todos mis juguetes. Era insulso, callado, roto. Era un vergonzoso osito de bebé cuando la segunda niñez ya se interesaba por dinosaurios, halcones galácticos, Power Rangers, libros troquelados. Pero siempre fue mi preferido. Así como algún flechazo intergaláctico me hizo elegir de entre una caja de hermosos perritos recién nacidos a la más feucha y solitaria, la querida Rita, Botellita tenía reservada la suite más espaciosa de mi corazón, una con jacuzzi, cama de agua y losa radiante.
En qué momento me olvidé de él, no sé. Ni cuándo perdí noción de lo que fuimos, ni cómo lo sepulté hasta que un sueño de mortajas, orgullo y orquídeas me lo trajera de vuelta. Pero como un texto no alcanza para homenajearlo, espero lograr que haya menos pibes sin acceso a un Botellita. Quince, treinta, doscientos. Uno. Los que sean. La comida o la ropa, mayormente, aparecen. El derecho a jugar, no.
Puse a Botellita en un estante limpio y bien ubicado, y me dispuse a escribir. 

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