Allí
estaba yo, cerca del techo de la sala mortuoria, mirándome a mí, o a lo que
quedaba de mi disfraz, en un costoso ataúd laqueado, viendo a quienes más
lloraban sin poder abrazarlos, oyendo a los que se lamentaban sin poder
compadecerlos, admirando a quienes hacían chistes sin poder agradecerles. De a
poco el tiempo (que ya, entonces, comprendía como logra hacerlo alguien que
murió, dejaba de existir y palparse, no tenía más peso ni materia) se agotaba y
me tiraba para arriba. El techo me aspiraba, comenzaba a desintegrarme, y el cielo
raso y el cemento y yo éramos lo mismo, no veo más lágrimas, no escucho más
llantos, súbitamente olvido la forma de mi rostro y la de todos.
No
sé si el lugar al que llegué, incorpóreo y azulado, era el cielo o algunos de
esos espacios mágicos de los cuentos terrenales. En los sueños (incluso los más
hermosos y terribles, esos de los que despertás con el ojo derecho mojado y la
almohada, que acusa recibo, te dice que no es una lagaña, viejo, que no te
alcanza con babearme y ahora también me tengo que aguantar tus lágrimas de puto),
las cosas no tienen orden ni constancia de CUIL.
No
había nubes ni fuego, arpas ni rugidos, ángeles ni mujeres. Sólo estaba
Botellita. Como en las películas o los dibujos animados, me refregué ambos ojos
con los puños cerrados. Seguía ahí.
-¿Sos
vos? –le pregunté, con la fantástica certeza de que hablaba, de que ahí, en el sueño
de mi muerte, no era un osito de peluche, o quizás lo era pero podía
responderme.
Estaba
igual que siempre. Igual que antes, bah. Verde, con la panza que alguna vez
había sido blanca descolorida, manchada de aceite. Le faltaba el ojo izquierdo,
el mismo que perdió cuando yo era un niño. El otro, a-su-lado, tenía la pupila
negra intacta y penetrante, el brillo a la orden del día. La boca triste, las
orejas peludas y desteñidas.
-¿Dónde
estamos?
-En
tu sueño.
-Sí,
ya sé. Pero estoy soñando que me morí. ¿Esto sería el cielo? Quisiera confirmar
en qué creo. Quisiera confirmar si creo.
-Vos
estás en tu cama, soñando por fin con algo diferente a mujeres o panteras que
te persiguen en mundos maravillosos. La pregunta es dónde estoy yo –me dijo de
un tirón, por esa especie de telequinesis (que me hizo pensar en el telekino, y
después en jugarle por lo menos diez pesos en Nacional y Provincia al 138, el
oso de peluche que habla), en algún idioma diferente que, en mi sueño, entendía
a la perfección.
¿Dónde
estaba él? No lo sabía. Intenté recordar cuándo fue la última vez que lo vi.
Acaso en el lavadero, en las cajas que contenían los castillos de monstruos en
miniatura, o el transatlántico de cartón que hicimos para un trabajo práctico
en la Primaria. En esa época estaba fanatizado con el Titanic. No con la
película, sino con la historia del hundimiento y la imprudencia del capitán y
la banda que tocó hasta el final. Me acuerdo que lo pintamos con aerosol, le
pegamos en la cubierta corrugada muñequitos cual marineros y el resultado fue
una especie de caja de televisor plateada sin otro destino que el de cuna de
los gatos más viejos, que pasaban del balcón al lavadero, lugar que funcionó
siempre en mi hogar como una especie de geriátrico de gatos. Nunca fui bueno
para las manualidades. Corrijo: siempre fui torpe para loquesea.
Me
desperté atormentado. Después razoné (maldito castigo humano) que el sueño se
debía a que había estado separando los primeros juguetes que donaron a Tu Tiempo es Hoy la noche anterior. Una caja de plástico contenía muñecas de esas
que cierran los ojos cuando las acuestan. A una le faltaban pestañas, pero no
me pareció tétrica, sino necesitada con urgencia del afecto desinteresado que
sólo un niño y su imaginación pueden ofrendar.
Busqué
a Botellita incansablemente. Pasé gran parte del lunes revolviendo roperos, el
asilo felino en el que vive un lavarropas (que a veces, y esto te juro que no
lo soñé, camina), la polvorienta cima del mueble de mi vieja habitación. Lo
encontré, cómo no lo había pensado antes, en el baúl de los recuerdos que
descansa tras la cabecera de mi cama.
No
me miró con rencor con su único ojo, acaso porque salvo Chucky, los juguetes no
conocen la venganza. Sin embargo, pesaba sobre mi pecho la misma culpa y vacío
que habían invadido en el sueño a mi espíritu.
Quedaría
bien, en esta parte, decir que le dije perdón, pero sólo pensé que en un texto sería
atinado, y por eso escribí esto, en honor a Botellita. Es que él nunca me pidió
nada, viste. Claro, era probablemente el más feo de todos mis juguetes. Era
insulso, callado, roto. Era un vergonzoso osito de bebé cuando la segunda niñez
ya se interesaba por dinosaurios, halcones galácticos, Power Rangers, libros
troquelados. Pero siempre fue mi preferido. Así como algún flechazo
intergaláctico me hizo elegir de entre una caja de hermosos perritos recién
nacidos a la más feucha y solitaria, la querida Rita, Botellita tenía reservada
la suite más espaciosa de mi corazón, una con jacuzzi, cama de agua y losa
radiante.
En
qué momento me olvidé de él, no sé. Ni cuándo perdí noción de lo que fuimos, ni
cómo lo sepulté hasta que un sueño de mortajas, orgullo y orquídeas me lo
trajera de vuelta. Pero como un texto no alcanza para homenajearlo, espero
lograr que haya menos pibes sin acceso a un Botellita. Quince, treinta,
doscientos. Uno. Los que sean. La comida o la ropa, mayormente, aparecen. El
derecho a jugar, no.
Puse
a Botellita en un estante limpio y bien ubicado, y me dispuse a escribir.
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