jueves, 6 de marzo de 2014

El laboratorio de sentidos

El 2014, año del tatú carreta, pintaba para transiciones y no había tiempos en el horizonte. Pero una conspiración futurista comenzó a cernirse sobre el mundo y nos obligó a poner manos a la obra. Un viaje en taxi, una revelación y la necesidad de hacerle frente a otra amenaza para la humanidad llevaron a los preparativos del primer festival del año, el sábado 5 de abril, en el Centro Cultural Rincón. Si te animás a involucrarte, seguí leyendo.

Por Ariel Caravaggio

-¿Vos te acordás del meteorito de Esteban Echeverría? Bah, los vecinos levantaron la perdiz de que había caído un meteorito, los jefes de la policía dijeron por la tele que había explotado un horno pizzero… ¿Te acordás?
-Sí, me acuerdo, un compañero del diario lo fue a cubrir –le contesté sin entusiasmo al tachero mientras doblaba en Fitz Roy. Como siempre, intentaba dejar en claro mi interés por el otro lado de la ventanilla. Pero el conductor, su melena y su frondosa barba blanca volvían a la carga.
-Bueno, eso fue un meteorito. En el mejor de los casos. Porque la gente del barrio dice que fue algo más. Yo te lo digo porque lo sé por el primo de mi señora, que vive a la vuelta. Dice que después de que se fueron los canales de televisión, a la medianoche cayeron a la puerta de la casa que había explotado con camionetas polarizadas y armaron un gacebo de esos gigantes, con cierres. Yo te digo porque también me lo contaron los vecinos del primo de mi señora. Bueno, pusieron ahí el gacebo y entraron a sacar cosas de las ruinas. Eran unos tipos con trajes enormes, no se les veía la cara. Y todo lo sacaban envuelto en papel aluminio. Como ese para hacer carne al horno, viste. O la provoleta. Yo a veces al vacío también lo envuelvo en ese papel y lo mando a la parrilla con salmuera y mucho laurel. Te chupás los dedos. Pero bueno, acá los tipos sacaron evidencia, entendés. Antes de la madrugada, no estaban ni el gacebo, ni las camionetas, ni los tipos ni nada. Se rajaron con la evidencia y dijeron que explotó un horno pizzero. Minga. De ahí sacaron la saturnina para terminar los robots. Yo te lo digo porque lo sé por el capanga del Ministerio este que llevo todas las mañanas a los laboratorios que tienen de queruza en Avellaneda.

Robots. Cuando dijo robots, me alquiló la atención. Mi porción de niñez transcurrida entre los Power Rangers y Ray Bradbury despertó en mí un gusto por lo maravilloso que es algo más que literatura. El apego a la fantasía es una forma de rebeldía contra la adultez idiota, contra la desesperanza, contra los que prohibieron el Principito y la letra de El Fantasma de Canterville. Si en una conversación hay robots, brujas, la luz mala, el último de los dragones, entro como rengo a la muleta.

-Bueno, este tipo del Ministerio dice que mandaron inspectores de Estados Unidos y de Venezuela. O sea, nos chamuyan que está todo podrido pero laburan juntos. Yo te digo porque me lo dijo este tipo, que me agarró confianza. Dice que lo hacen acá en Argentina porque les conviene la mano de obra, por el dólar. Montaron un laboratorio de la puta madre ahí en Avellaneda, en una fábrica abandonada. Y empezaron a usar la sustancia esta que encontraron para los robots. Dicen que son igualitos a una persona. Idénticos. Y con este químico del meteorito, lograron lo más complicado: que tengan los cinco sentidos.
-¿Pero hace cuánto, de esto? ¿Dónde queda el laboratorio? ¿Por Dock Sud? –le pregunté al chofer impaciente, incapaz de guardar el sinfín de preguntas que se empujaban para salir de mi tráquea.
-Te digo que es reciente, los últimos meses. Les llevó tiempo analizar la saturnina para ver cómo usarla. No te puedo decir dónde queda, imaginate que me comprometés si…
-¿Qué es esa sustancia? –lo interrumpí, pensando en el goleador paraguayo Saturnino Cardozo que llegó a jugar en River.
-Mirá, por lo que sé, la vienen buscando desde hace como cien años los yanquis. Los robots ya estaban diseñados de antes de la guerra fría, pero querían que fueran más humanos. Acá trajeron expertos de la Fundación Favaloro, bochos de la base Marambio, cocineros de Francis Mallmann, de todo. Y los coordina un gringo, mano derecha de Obama. Este tipo del Ministerio se reúne una vez por mes con él. Me cuenta que le lleva videos de Francella traducidos al inglés, que le gustan con locura, y pilas de informes sobre de los primeros experimentos de los robots entre la gente.
-¿Qué tipo?
-Y, los de la Nena, con Julieta Prandi, o cuando hacía Enrique el Antiguo…
-No, no. Qué tipo de experimentos hacen –me inquieté.
-Ah, no, hasta ahí me dijo. Por lo que entiendo, meten en las empresas algunos robots para ver si salta la ficha. Y al parecer no. Los bichos tienen todos los sentidos iguales a nosotros: el tacto, la vista, el olfato. Es como en la película Inteligencia Artificial, viste. Los robots interactúan lo más bien, hablan, entienden, te ponen la sal arriba de la mesa en vez de dártela en la mano, tiran la diagonal y patean al arco, saben cuándo se lavó la yerba. Son casi como vos y como yo. Todavía tienen algunas fallas, se desconfiguran, y los que cortan el bacalao tienen un cagazo bárbaro de que caigan en manos equivocadas. 

"Suerte que tengo un corazón hecho al rigor de cien esperas. Si habré perdido esperanzas, aguantado malas rachas y si habré domado penas", cantaba Goyeneche por la radio, entre pitidos que llamaban desde la central del radiotaxi. El auto pasaba por la esquina de Entre Ríos y San Juan. Yo me olvidé por completo que iba a Córdoba y Paraná, que veníamos de Palermo y no teníamos por qué estar en pleno San Cristóbal. No me importaron tampoco las primeras gotas gordas de lluvia que cayeron como escupidas sobre el parabrisas.

Casi como vos y como yo.
-Le dijo este hombre del Ministerio si… si estos robots… aparte de los cinco sentidos, sienten… ¿amor? –pregunté avergonzado, y rápidamente me enderecé –No digo si se enamoran. Si quieren, si extrañan, si tienen ganas de estar con tal o cual persona. Bah, si se enamoran también.
-No –me contestó, seco, el tachero. Su gesto de perfil había cambiado, lo mismo que su postura.
Se detuvo bajo la autopista, sobre la calle Rincón. Recién ahí descubrí que el taxímetro nunca había superado el cero.
-Llegamos -me dijo con tono monocorde, y entonces hizo algo que me dejó pasmado. Como en El Exorcista, giró la cabeza hasta que quedó mirándome fijo, con una sonrisa de hierro y ojos grises. –Llegamos ¡Llegamos, llegamos, llegamos! –gritó agitando la barba.
Bajé de un salto y caí en la vereda mientras el auto salía arando, con la puerta de atrás abierta. Dos perros me ladraron a lo lejos y un grupo de hombres que dormían en casillas bajo la autopista me miraron, curiosos.
-¡Ey, acá, rápido! –me chistó una voz desde una puerta entreabierta.

Recién cuando crucé el umbral pude darme cuenta dónde estaba. Era el centro cultural Rincón, y la voz era la de Nicolás Gutiérrez. Ahí habíamos hecho, el año pasado, el segundo festival temático para juntar donaciones. Uno de los primeros tiempos.

-Funcionó –me dijo Nicolás, el dueño y responsable del lugar. -¡Funcionó, lo desconfiguramos! Te estaba esperando. Los robots ya están dispersos entre nosotros. El domingo 6 de abril, si no hacemos algo, largan la segunda fase del experimento. Piensan reemplazarnos. Mirá.
Nicolás me llevó al escenario y corrió el telón. Detrás había una mesa como las de las películas de detectives, con un mapa desplegado y puntos marcados con alfileres de colores.

-A cada uno de ellos piensan reemplazarlos por robots. Pero no sienten. Los robots no sienten. Tienen sentidos, sí. Pero no se equivocan. No se enamoran, no sufren, no extrañan, no lloran, no sonríen. Son el prototipo de humano que las empresas y los gobiernos necesitan. Tienen los cinco sentidos, pero son como un caballo amaestrado. Les tapan la vista a los costados para que le den para adelante y nunca se detengan. No sienten.
-¿Hasta cuándo tenemos tiempo de avisarle a todo el mundo?
-Y, hasta el 5 de abril
-El sábado 5 de abril, entonces, habrá que construir un laboratorio de sentidos. ¿Se puede acá?
-Tienen toda la noche.
-Necesitamos pensar ¿Tenés una cerveza?

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