Irse de lo de Silvia es un poco como revolver discos
viejos en lo de mi abuela. Cuando era chico, solía tirarme en el piso de
parquet de la habitación que había sido una vez de mi vieja. Mi abuela daba
vueltas, probablemente afuera, acomodando a cada gato en su silla o tirando baldazos
de agua a diestra y siniestra en el pasillo que iba al fondo, donde esperaban acalorados
la planta de zapallo anco y la tortuga Sadi.
Yo me tiraba justo delante del mueble que tenía libros,
cajones y un florero, pero lo más importante: tenía discos. long plays de
Sandro o carnavalitos de Anteojito y Antifaz, discos de pasta de la orquesta de
D’arienzo, sencillos de algún folclorista. Los inventariaba, elegía cuatro o
seis y los llevaba al comedor, donde me contaban historias de cada uno y hasta
a veces se encendía el tocadiscos. Esas veces yo quedaba extasiado.
Con el paso de los años, la inspección de discos en la
casa de mi abuela se fue convirtiendo en una costumbre más bien nostálgica. Ni
linda, ni fea. Ni alegre, ni triste. Nostálgica. Ojo, no es que me hundiera en
el recuerdo sin tubo de oxígeno. Era algo mucho más profundo. Era mirarme las
manos y ver al tiempo escurrirse entre mis dedos. Como romper un reloj de
arena. Era también pensar en el proceso de grabación de aquellos discos de
pasta. La idea de que hace cuarenta años un joven debiera juntar centavo por
centavo para comprar un LP y ahora se descarguen discografías completas de Internet.
Las ventajas son obvias: más arte, a menor precio. Estamos a favor. Ahora bien
¿Disfrutaba más mi padre su primer disco de Deep Purple, incendiándose la
cabeza con las mismas melodías y letras durante tres meses, reuniéndose con
amigos y vecinos que intercambiaban los discos que cada uno pudiera aportar? No
tengo dudas.
Me fui por las ramas, las hojas de zapallo anco y la enredadera entera, lo sé. Despacio, ya llego (piano piano se va lontano).
Irse de lo de Silvia lo deja a uno con una invasión de
hormigas en el bocho. Cuando dejás atrás a Silvia y Raúl (para los novatos: una pareja heroica que da de comer los fines de semana a unos cien pibes del barrio
Santa Isabel, de Mariano Acosta, Merlo), a las vecinitas Priscila y Rocío
saludando desde la puerta de su casilla inclinada, a la escuela, la plaza, la Ruta
200, el Acceso Oeste, de pronto la cancha de Vélez, los edificios, la gente
enloquecida con portafolios, subtes y corbatas, es imposible no pretender durante
un par de horas patear todos los tableros, pensar cambiar el mundo. Mandar a la
puta que lo parió al dólar blue, valorar la sonrisa de una chica, la mano de un
amigo, la existencia de gente que vale cualquier pena. Perfectos desconocidos que
leen pixeles que forman caracteres eternizados en un sitio web llamado
Facebook, a través de un monitor y a kilómetros de Merlo, y deciden juntar
ropa, clasificarla, pedir leche en polvo, galletitas, colchones, sábanas y
calzado porque el barrio que rodea al Comedor de Silvia se inundó muy fulero
esta última vez. Locos que agarran autos propio o se suben a los ajenos para ir
a ayudar pero, básicamente, ir a ver a Silvia, el extraño caso de la mujer
diminuta y de anteojitos ovalados que no se cansa de navegar su barco ante
todas las tempestades que se te ocurran.
Pensar en todo eso me hizo acordar a las tardes de Long
Plays. En eso y en una forma de agradecer a todos los que se sumaron para ayudar
a Silvia. Para que pueda seguir dándole tanto al barrio Santa Isabel pero,
sobre todo, para mantenernos firmes en un camino que, a diferencia del pasillo
de la casa de mi abuela, no sabemos dónde termina.
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