Por Ariel Caravaggio
Cuando
me preguntan si estoy nervioso, antes de los tiempos, siempre digo que no, que
nunca. La siguiente consulta suele ser si tenemos todo listo. Entonces yo respondo
que sí, pero que todavía nos falta ajustar una tuerca, perfeccionar un detalle:
manejar el clima.
Como
no hay gloria sin pena, siempre corremos contra el
clima. Algunos se pasan la semana previa al domingo tiempista mirando el
pronóstico en el sitio oficial de la NASA. Los más entrados en años le dan
bolilla a Confesore. Otros negamos ciegamente cualquier posibilidad de
precipitaciones y, cual cuerpo técnico de Alfio Basile, creemos que con no pronunciar
la palabra “lluvia” bastará para que no se condense el vapor de agua
contenido en las nubes.
Corrimos
a lo largo de todo 2013, este entero año al revés que nos tocó vivir con la
grata certeza de no haber perdido el tiempo, una carrera contra la lluvia. En
el Mundo de Papel, el Arcoíris más Grande del Mundo, la Fábrica de Risas, la
Estación de Sueños y el Almacén de Tiempo, los días que fuimos a lo de Silvia a
agarrar la pala para avanzar despacito con la construcción del comedor “Matías,
Primero los Niños”, hasta cuando tuvimos que trasladar donaciones en camionetas
y colectivos mangueados, el cielo nos amenazó, desafiante. Pero nos tenía
jurada una última batalla.
Como
el ruso Iván Drago para Rocky, como el Tiranosaurio para el tipo de lentes
oscuros de Jurassic Park o Alberto Samid para Mauro Viale, el cielo encaró la
contienda final de esta película recargado.
Eran
las seis de la tarde cuando tenía que arrancar a bailar Pentagrama y el cielo
se iba poniendo gris oscuro, negro. Un vientito levantapolleras nos ponía la
piel de gallina, pero los más optimistas ni querían mirar a Ariel y Andrés, los
sonidistas. Como negando una enfermedad evidente, replicábamos la cábala.
-No
va a llover, ¡No va a llover! –nos gritábamos para calmarnos. Ya La Payana había sobrevivido al sopor de las cinco de la tarde y el calor que le doró la
espalda a más de una tiempista cedió. Claro, era ir de Guatemala a Guatepeor.
Hay
quienes cuentan que varios empezaron a hacer cruces con la sal que sobraba de
los tacos del buffete de Manos Abiertas. Dice la -a esta altura- leyenda que
hasta en Uruguay alguien hizo una. Sí, en un patio de Montevideo dibujaron una
cruz de sal para que en la Universidad Nacional de General
Sarmiento, que queda en Los Polvorines, no se largara la lluvia.
Desconectamos
parte del sonido, tapamos la consola con el gacebo que cubría los regalos de
los padrinos para Navidad (previo tra slado a un lugar seguro, por supuesto),
avisamos que la rifa se iba a hacer por Facebook y, mientras largaban los
tambores de Orlando Gas Siempre fue Banana Esmit (no, no nos quisieron decir
por qué se llaman así), los más pesimistas empezamos a pensar en un plan de
evacuación.
-Hay
dos opciones. Si se larga, llevamos todo bajo techo y cancelamos. No hay tiempo
para volver a armar el sonido. Si no se larga…
-Si
no se larga, cada banda toca menos, así podemos subir todos –contestaron los
pibes de Santo Placard y Evaristo.
Era
absurdo. Imposible. Los primeros relámpagos iluminaban la estructura del futuro anfiteatro
cubierto de la UNGS. El cielo se volvía cada vez más negro. La gente, en las
gradas, resistía aunque empezaba a gotear. El buffete seguía sirviendo cervezas
y gaseosas.
Nos
dimos cuenta que podíamos cuando estaba terminando el show de Santo Placard.
Mirá, yo la verdad no creo en Dios, aunque nunca fue mi idea hablar de religión
en Tu Tiempo es Hoy. Porque no somos una ONG religiosa, como no hacemos política
partidaria ni nos gusta Mariano Iúdica cuando hace llorar a los tipos que
reciben las donaciones en la tele. Pero el domingo, en la UNGS, algo raro hicimos entre todos.
Sí,
obvio, hicimos un montón: juntamos juguetes y un camión de alimentos no
perecederos, armamos una búsqueda del tesoro desquiciada, jugamos, nos mojamos,
sudamos, ofrecimos una feria de artesanos de lo más talentosos, las comidas
riquísimas de Manos Abiertas, el arte de Renzo Layco, Jorge Araldi y Martín
Gabriel García, la muestra de los chicos de la Fundación Aprendiendo a
Aprender, la enseñanza de Silvia y el comedor “Matías, Primero los Niños”… pero
hicimos algo más.
Cuando
las trompetas y vientos de Santo Placard empezaron a danzar entre el público, en las gradas, y
decidimos bailar frente al escenario, descubrimos que había algo de ritual
mágico en todo eso. Una procesión similar a la que desplegamos cuando llegamos
a los lugares, empezamos a llenar de estrellas y guirnaldas el mundo,
levantamos escaleras al cielo y juntamos gente de distintos palos, rubros,
edades, procedencias. Estábamos ganándole al tiempo.
Fuimos
decenas, cientos de amigos unidos con dos objetivos más claros que el agua que
intentaba filtrarse desde temprano en ese domo invisible: ayudar a gente que
mejora el mundo y lograr que Evaristo tocara el último tema. Fuimos una masa de
energía riéndonos en la cara de ese cielo que fulguraba y nos escupía de rabia,
porque no podía con nosotros.
Y
sigo sin saber si existe alguien ahí arriba, allá afuera. Si hay seres
superiores o vida inteligente en este universo del que sólo conocemos un
puñadito de galaxia. Lo único que sé es que sí, podemos manejar el clima.
Reunidos, sonriendo, agarrándonos las manos y tirando fuerza hacia la misma dirección, podemos lograr lo que sea. Ojalá todos, todos, todos en la tierra lo entendieran. Vamos a tratar de ayudarlos y, si hace falta, convencerlos.
Reunidos, sonriendo, agarrándonos las manos y tirando fuerza hacia la misma dirección, podemos lograr lo que sea. Ojalá todos, todos, todos en la tierra lo entendieran. Vamos a tratar de ayudarlos y, si hace falta, convencerlos.
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