lunes, 1 de abril de 2013

El arcoiris más grande del mundo

Todavía está fresco. Se huele en las especias de las ferias hindúes, se oye en las bocinas, se percibe en los ojos de Avril, hija de un padre irlandés y una madre sudafricana que, a los cuatro años, tenía que esconderse bajo las tablas del suelo cuando la policía inspeccionaba su casa. Su hermana blanca seguía jugando, su madre negra se vestía de mucama para ocultar el delito de haberse enamorado de un europeo y el mundo en las afueras de Ciudad del Cabo seguía girando, enfermo, ciego, asesino.

Nomonde, la directoria de un jardín-comedor comunitario
del pueblo de Chesterville, Durban (Sudáfrica).
El Apartheid todavía se respira en Sudáfrica, acaso porque se extinguió hace apenas dos décadas. Hasta entonces, la gente era clasificada según su color de piel. Así, había escuelas, iglesias y hasta barrios para blancos, negros puros, coloured (lo que serían mestizos), hindúes, chinos y cualquier otra condición física o social que pudiera martillar el alma hasta desintegrarla.

Durante un afortunadísimo viaje al país más austral del continente cuna de la humanidad, gugleé la definición de “color” y, la verdad, no entendí un pepino. En Wikipedia y otros sitios había definiciones como “fotorreceptores”, “espectro electromagnético” o “síntesis sustractiva” para explicar qué eran los colores. Pero me quedé con un fragmento que contaba que, cuanto menos luz hay en el entorno que nos rodea, más se polariza y reduce nuestra distinción de los colores al blanco y negro. Es decir, si está muy oscuro, sólo vemos esos dos extremos. Nos perdemos todo lo que está en el medio.
Ahora bien, ¿está mal identificar los colores, la variedad, las diferencias que nos hacen tan complejos y complementarios? ¿Cómo no hacer del arcoiris, la bandera del orgullo gay o la de los pueblos originarios una gran alfombra voladora sobre la que podamos pisar firme, con los ojos bien abiertos?
Después de la locura del Mundo de Papel, nos preguntamos qué seguía. Payasos, jugadores, músicos, rusos, princesas, escribanos, artesanos y duendes querían seguir formando parte de nuevas realidades paralelas, de nuevos planetas imaginarios que funcionaran sólo gracias a la unión de las personas. 
Así fue que surgió la idea de darle, por una noche, el protagonismo a los colores. De elegir canciones coloridas, artistas sonrientes y un lugar especial para que la condición sea pintar el presente, vestirse de luz y entregarse a aquella premisa de volver a la niñez que tan bien funcionó en la Universidad Nacional de General Sarmiento.
Todavía no podemos darles demasiados detalles. Sólo avisarles para que vayan preparando las camisas floreadas, los sombreros turquesas, las medias anaranjadas y las mentes fluorescentes en nuestro Buenos Aires querido. Pero a estar atentos. En cualquier momento, les contamos dónde, cuándo y cómo nos volveremos a reunir para dar una mano a quienes la necesitan y someternos a una división de colores que sume, que alumbre el camino. Una que arranque sonrisas y, en el peor de los casos, suspiros.

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