lunes, 17 de diciembre de 2012

En Buenos Aires no hay renos

"Me parece que te voy a cagar con el texto", me había advertido Juan Tejedor sobre el pedido que le hicimos para anticipar el último evento de Tu Tiempo es Hoy del año. Por eso ni revisé los mails el fin de semana. Cuando abrí el correo el lunes, confirmé que todavía queda gente que nunca te va a cagar. Y cuando leí, fue como si hubiera recibido una carta de Papá Noel. No el Papá Noel de las publicidades y la gente bien. Uno mejor.

Por Juan Tejedor

Escuchó ruidos que venían de la cocina. Primero se asustó. Estaban todos durmiendo menos ella. ¿Cuánto hacía que daba vueltas en la cama muerta de calor y sin pegar un ojo? “Vos sabés cómo es –le decía siempre la mamá–, Papá Noel hay años que pasa y años que no pasa por acá. Imaginate que tiene que recorrer todo el planeta. Y Argentina está lejos de todo”. Siempre lo mismo, el año pasado había sido igual. Y el anterior también, creía; no se acordaba. El asunto de Papá Noel le alteraba los nervios y terminaba durmiéndose de madrugada. Y ni pensaba en el regalo. Se había acostumbrado, por si no había. Pero quería verlo al viejo. Verlo.
Se asustó porque era la única despierta entonces estaba sola. Primero nada más que eso. Pero después, enseguida, además le vino curiosidad. “¿Será?”, pensó. Los ruidos venían de la cocina. El arbolito estaba en la cocina. Y al lado de la ventana. Y la ventana había quedado abierta, con el calor que hacía, lógico. “Tiene que ser. Voy a ver”, pensó. Le daba un poco de miedo. Además dudaba. Nunca nadie lo había visto. “Yo una vez lo vi. En el baño. Cagando”, había contado un día Epi en la escuela. Pero Epi se la pasaba inventando historias. Nadie le creía a Epi.
Dudaba. “No existe, nena, no seas tarada. Son los padres”, le había dicho Ariel. Pero Ariel siempre la engañaba, le decía cosas para hacerla caer, le escribía cuentas mal hechas en el cuaderno de matemática para que la maestra le pusiera “mal”. Ella estaba convencida de que existía, segura no, pero sí convencida. “No puede ser que no exista”, se dijo. Dudaba, pero se levantó y fue para el lado de la cocina. Seguía escuchando ruidos que venían de ahí. Tenía que ser. Y lo iba a ver.
Se asomó.

Había alguien moviéndose justo detrás del arbolito, entre el arbolito y la ventana. “¡Papá Noel!”, pensó a los gritos, se le iluminó la cara, se olvidó del miedo. Corrió en la oscuridad hacia entre el arbolito y la ventana y, ahí sí, creyó que gritaba “¡Papá Noel! ¡Papá Noel!”, pero no se escuchó nada. Un manotazo ágil y transpirado le tapó la boca, la atrajo de espaldas contra el pecho de un tipo. Como pudo, miró para arriba. El tipo le hizo el gesto de la foto de la enfermera, el índice sobre los labios en forma de rotonda. “Ssshhh”, le hizo también. “Callada… Callada…”, le dijo despacito. Y le sacó la mano de la boca. Ella se dio vuelta, se le puso de frente y, casi, se quedó callada.
–Quién es usted. Qué está haciendo –le preguntó, bajito.
–¿Cómo “quién soy”? ¿Quién voy a ser, nena? ¿Quién te parece que soy?
Ella abrió grandes los ojos, alzó las cejas, levantó los hombros.
–Papá Noel. Soy Papá Noel. ¿No te das cuenta?
El tipo abrió los brazos, después llevó las palmas de las manos hacia dentro, señalándose el pecho. Y sacudía la cara. “¿Cómo no te das cuenta de que soy Papá Noel?”, le decía con el gesto. Ella no se daba cuenta.
–Usted no es Papá Noel –le dijo.
–¿Qué decís? ¿Por qué decís eso? ¿Cómo no voy a ser Papá Noel, querida?
–Usted no es Papá Noel –volvió a decirle–. Yo sé cómo es Papá Noel. Y usted no se parece.
–¿Ah, sí? ¿Así que vos sabés…? –el tipo sonrió, condescendiente y burlón–. ¿Alguna vez me habías visto, vos, que sabés tanto?
–No, a usted no lo había visto nunca.
–¡A Papá Noel! ¡A Papá Noel, lo habías visto?
–No. Pero todos saben cómo es Papá Noel. Papá Noel es gordo, tiene barba blanca, pelo blanco, gorro rojo, ropa roja, ojos azules, botas…
A medida que enumeraba, iba mirándolo al tipo de cabo a rabo. Y nada que ver. Flaco, huesudo, morochazo, el pelo negro apretado que le nacía casi de las cejas, bigote manubrio, barba de dos días, las uñas largas sucias de tierra. Y la ropa: una musculosa con un lamparón violeta como de vino, bermudas playeras, ojotas. Más que Papá Noel parecía Don Ramón.
–Uh, nena… –resopló el tipo–. ¿Sabés cuántas veces escuché eso? A ver, decime una cosa: ¿de dónde sacaste vos que Papá Noel es así?
–De todos lados. De los cuentos, de las propagandas, de los negocios –respondió ella, segura.
–¿Ves? ¡Ves! ¿No te das cuenta?
Otra vez, ella no se daba cuenta.
–Es increíble. Increíble… –el tipo meneaba la cabeza–. Pero, en fin… Si la gente grande no se da cuenta, qué te voy a pedir que te des cuenta vos que tenés seis, siete años…
–Nueve –corrigió ella.
–¿Nueve años tenés? –se sorprendió el tipo–. ¿Y todavía creés en Papá Noel? Uy, nena, querida… ¿Vos andás sola por la calle? Tené cuidado porque un día te va a agarrar uno menos bueno que yo…
–¿Pero usted no es Papá Noel? –ella se sintió confundida. Y un poco tonta. ¿No tenía que creer en Papá Noel? ¿Y por qué? El tipo este la confundía.
–¿Y qué te estoy diciendo? Estoy acá, tratando de explicarte, desde hace como media hora, que soy… –el tipo se quedó callado de golpe y frunció el ceño–. Perá un cachito. Aguantame un segundito que tengo que hacer un llamado.
Marcó en el celular. Lo atendieron.
“Hola, ¿Beto?... Habla Rogelio. Mirá… Sí, sí, ya sé. Lo que pasa es que… ¡Pará de putear, pelotudo, por una vez en tu vida, y escuchame! Tuve un quilombo, acá, con una nena… ¡Qué sé yo! ¡Me escuchó! Viste cómo son los pendejos. El asunto es que ya venía medio atrasado, porque acá son todas calles de tierra, ¿viste? Y con la piba esta estoy perdiendo un montón de tiempo. ¿Alguno me podrá cubrir, che, si hace falta?... No sé, no, no te digo que lo hagas vos. ¿No lo podés llamar a Pichulo? Llamalo a Pichulo… Bueno, no sé, fijate, dame una mano. Cualquier cosa, después, hablamos. Te corto porque estoy con la pendeja acá adelante y tengo miedo de que vaya a buscar a los padres. Chau. Chau”.
Apenas cortó, ella lo encaró.
–Usted es un mentiroso. Dice que es Papá Noel pero se llama Rogelio. Usted es un ladrón. Se metió en casa para robar. Voy a llamar a mi papá.
 Él la agarró fuerte del brazo.
–Quedate acá.
Ella se quedó quieta. Se asustó. Él se dio cuenta. Aflojó la mano.
–Perdoná –le dijo–. Me puse nervioso. Pero es que vos, también, nena… Por qué no te dejás de joder y me dejás laburar en paz…
–Porque usted no es Papá Noel. Se llama Rogelio. Yo lo escuché.
–Y sí, me llamo Rogelio, cómo me voy a llamar Papá Noel. ¡Entendelo de una vez, querida! ¡Yo no me llamo Papá Noel! ¡Yo soy Papá Noel! O te creés que en el DNI de Batman dice “Batman”. No. Dice Bruno Díaz. Y bueno, en el mío dice Rogelio Gianello, pero soy Papá Noel.
Ella dudó. Era lógico. Pero insistió.
–Además, esa gente con la que hablaba por teléfono.
–Es mi gente. Mi equipo. ¿Qué problema hay? Vos que sabés tanto de Papá Noel sabrás que tiene un equipo que lo ayuda.
–Sí, los gnomos, los elfos. Pero los gnomos no se llaman Pichulo ni Beto. Y ese que hablaba con usted no tenía voz de gnomo.
–Ay, querida. Vos sí que sos de manual…
–Cómo. No entiendo.
–Que te las creés todas al pie de la letra. Todas las que inventaron los yanquis. Mirá, vení, yo te voy a explicar…
El tipo fue hasta la mesa, corrió dos sillas, se sentó y le hizo seña a ella para que se sentara al lado. “No tenés una cerveza, ¿no?”, pidió, pero no. A ella se le había pasado el miedo, se había olvidado.
–Eso que decís vos, piba –empezó–, es un invento de Estados Unidos. Lo de la ropa roja, el gorro, la chiva, todo eso lo inventó la Coca Cola. Todo. Todo, todo. ¿Dónde vive Papá Noel, por ejemplo?
–En Alaska. En el Polo Norte.
–Ahí está, ¿entendés? No vive en Rumania, ni en África, ni en San Martín de Los Andes. No. Vive en Norteamérica. ¿Y qué animales tiran del trineo?
–Los renos.
–¡Renos! ¿Y vos viste alguna vez un reno en Buenos Aires? ¡Ni en el zoológico hay renos! ¡Están en Nebraska, en Massachusetts, en esos lugares! ¡Siempre en Estados Unidos! ¿Vas entendiendo? ¿Y por qué te pensás que Papá Noel anda de sobretodo, botas y gorro?
–Porque…
–¡Porque allá es invierno! ¡Acá llegás a andar vestido así el 24 de diciembre y terminás deshidratado en el Posadas. ¡Y el trineo lo mismo, nena! Imaginate a Papá Noel por la ruta 8 con el trineo ese.
–Bueno, pero entonces…
–¡Nada! ¡Todo invento, todo verso de los yanquis, que no pueden soportar que Papá Noel no sea norteamericano!
–No, sí, yo decía que entonces, los regalos… Porque Papá Noel trae regalos. ¿Dónde están los regalos, entonces?
El tipo señaló con el mentón hacia el lado de la ventana. Medio tapada por el arbolito había una bolsa de consorcio. La bolsa de Papá Noel.
–Andá. Traela –le dijo.
Ella fue corriendo y no la trajo. La abrió y se asomó.
–Pero, esto…
En la bolsa había un peluche para vestir de Hello Kitty y un juego de bloques, sin las cajas y con alguna pieza de menos, un par de zapatos de mujer y una camisa leñadora de hombre, usados, un budín Nevares y unos Hamlet.
–¿Qué es esto? ¿Usted es Papá Noel o pide en los trenes?
–¿Y por qué una cosa o la otra, piba?
–Además, la tarjetita de la camisa dice “Si no te entra esta camisa probá con la mía, a ver si te entra”.
–Uh… El pelotudo de Beto. No aprende más… Mirá que le dije mil veces: no hagas jodas con las cosas que te dan. Pero él se cree que es gracioso.
–¿Pero no ve? ¿“Las cosas que me dan”? ¿Qué clase de Papá Noel es usted? Papá Noel tiene que tener una fábrica de regalos. Y usted es un manguero.
–¿Otra vez con lo mismo? Mirá… ¿Sabes qué? Me voy. Alcanzame la bolsa y me las tomo. Estoy atrasado, Beto ya me cagó a pedos por teléfono…
El tipo se levantó y enfiló hacia la ventana.
–No, no, esperá –le pidió ella. Se sorprendió tutéandolo. Lo miró fijo y no había caso. Ese tipo con pinta de Bombita Rodríguez en Batán no podía ser Papá Noel. Pero no había otra cosa–. Esperá –volvió a pedirle–. Explicame…
El tipo pegó la vuelta. Volvió a sentarse. Sacó un cigarrillo. Ella lo miró seria y él entendió que mejor no fumaba. Se guardó el cigarrillo, suelto y torcido, en el bolsillo de la bermuda. Miró para abajo. Resopló. Frunció la boca.
–Es así, chiquita. Esto es así. No es mágico, nadie vuela ni se mete por la chimenea gritando jo, jo, jo ni se pasa el resto del año armando juguetes con un ejército de petisos con bonete. Eso es en las películas de Disneylandia y todo ese asunto. Les llenan la cabeza a los pibes con boludeces para que los grandes tengan que gastar cada vez más guita para tenerlos contentos. Nada, eso. Pero el trabajo de Papá Noel, el de verdad, mi laburo, viene por otro lado: el laburo de Papá Noel es mangar, juntar, conseguir, pedirles a los que pueden, romper las pelotas para que me den bolilla. Y lo poco que juntamos, que nunca alcanza, tratar de repartirlo lo mejor que podemos. Yugarla.
–Pero si vos sos Papá Noel, entonces Papá Noel es un croto.
–Y sí, Papá Noel es un ratón. ¿No te parece lógico? Mirá si Papá Noel va a ser millonario. Si fuera millonario sería un hijo de puta, ¿no te parece?
Se quedaron los dos callados.
Sonó el celular de Papá Noel. “Hola… Sí, Beto, sí. Ya voy, no me rompás las bolas. Decile a Pichulo que pare de brindar y mueva un poco las tetas. Yo voy a estar ocupado un ratito. En quince o veinte estoy allá, chau, chau”.
–Piba, andá, traé un Nevares. Es de limón y chocolate. Dale que lo cortamos.
Ella fue corriendo y volvió corriendo de la bolsa.
–¿En serio no tenés una birra, che? Aunque sea una Palermo. ¿Por qué no te fijás? Andá a ver a la heladera –insistió él. Y, de paso, consultó: – ¿No me dejás pasar al baño un cachito, mientras? Vengo medio cargado.
Ella le dijo que sí, “es ahí”, le señaló, y fue a buscar una Quilmes a la heladera. Mañana, pensó, le iba a decir a Epi que había visto a Papá Noel igual que él.

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