lunes, 5 de marzo de 2012

Parte de los pasillos

Ojos de papel

Marcos abre bien grandes, redondos, sus dos faroles verdes. Resulta imposible dejar de mirarlo mirar. Desde hace dos años, cuando un choque en moto lo dejó postrado en una cama del hospital Larcade de San Miguel, sus ojos se convirtieron en la principal ventana con el mundo exterior, ese que siguió moviéndose al ritmo del tic tac cuando su cuerpo se detuvo.
Con esos mismos ojos escudriñó
a su padre cuando lo visitó, por primera vez después del accidente, para decir: “Le avisé a este boludo que no mezclara cuando maneja”. Fue lo último que le dijo, porque nunca volvió a verlo. Su madre y hermanas lo visitan, pero no tienen lugar para alojarlo.
Marcos deja de mirar atentamente El Zorro para fijar los ojazos en la extraña visita.
“Tiene cara de bueno”, le dice balbuceando a Isabel Castillo, la jefa del Departamento de enfermería. Es que ahora Marcos está volviendo a hablar y tener control sobre su cuerpo. “Jugando a la pelea se
entusiasma y empieza a moverse”, explica la integrante del plantel que no sólo se dedica a mantener el tratamiento de los internos del servicio de Clínica Médica. También se encargan de bañarlos, escucharlos, sonreírles y darles de comer, sobre todo a aquellos que no tienen adónde ir una vez que reciben el alta. O a los que no son reconocidos por sus familias.
En el Larcade también está Javier. El recibe atención frecuente de su hermana, a quien el espacio reducido de su hogar y una familia in crescendo no le permiten tenerlo con ella. En cambio, Gutiérrez, un cincuentón víctima de un ACV que le paralizó medio cuerpo, cuenta que está viviendo ahí “hace 33 años”, aunque en realidad lleva cuatro en la misma cama. “Zapatillas, chancletas”, pide, cuando le preguntan qué necesita.

Las flores del pantano

En 2004, a Ricardo González se le prendió fuego la casa. Cartoneaba en las calles de José C. Paz para vivir cuando sufrió un Accidente Cerebro Vascular. Llegó al hospital Domingo Mercante sin saber quién era, sin documento ni forma de expresarse.
La gente del centro médico provincial tuvo que obtener sus huellas dactilares, llevarlo a recorrer el barrio en el que había sido hallado y buscar a la familia, pero pasaron dos años hasta que aquel extraño se convirtiera en Ricardo.
Recibió el alta, pero si se iba del hospital era para volver a la calle. Fue, desde entonces, un “internado social”: dependía del hospital, pero se volvió parte del paisaje de los pasillos, un familiar más de los convalecientes, un socio de los profesionales.
Un día, después de vivir cuatro años en el Mercante, Ricardo se cruzó con Diana, quien había sido su novia muchos años antes y estaba en el edificio de la calle Favaloro para sacar un turno. Diana lo reconoció. Y Ricardo, por fin, se dio de alta. Ahora, ambos están juntos, esperando que se haga efectivo el sueño de la vivienda propia prometido por el Municipio, mientras duermen en dependencias comunales.
“Fue de novela, un caso excepcional –cuentan las trabajadoras sociales del hospital-. La mayoría de estos pacientes no terminan así”.
Terminan, en general, muriéndose en las camas que la Salud pública les puede ofrecer, con las mudas de ropa que los grupos de voluntarios les acercan y la atención que unos pocos dispuestos a perder algunas horas de sus vidas les prestan.
Mejorar una porción de sus días, sumarle algunos granos de arena a quienes los asisten a diario, está al alcance de las manos. Ya va siendo tiempo de ayudar a ayudar.

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