
Tampoco
sé bien cómo hicimos nosotros. Cuando las nubes se arremolinaban allá arriba y
el gris se volvía marrón, cuando el escenario, los instrumentos, cables y
amplificadores se entregaban indefensos a la clemencia del cielo, pensé lo peor.

Y
todos, qué decir de todos, que se bancaron la jornada de pe a pa (nunca entendí
bien esa frase), que no fueron a ver a una banda, ni a dos, ni a las cuatro.
Fueron a colaborar, a plantarse, a matear o preparar un fernet entre bufandas y
gorros invernales, a aportar una frazada, tres paquetes de arroz, una camioneta
para trasladar las cosas, a comprar las rifas o panchos que permitieron
recaudar más de $ 2 mil. Esas mismas caras que aparecieron pasaditas las tres de
la tarde y estaban a las 21, cuando urgían manos para desarmar.
El
frente del escenario rebasaba de bolsas con abrigos, mantas, latas y paquetes
de comida. Al costado izquierdo (el del corazón, visto del lado del público),
Sofía se ensimismaba en su atril, cada tanto caminaba hasta el andén de la
estación de Hurlingham, donde se erigía el árbol que estaba retratando, una
sombra negra y retorcida con brazos, dedos y manos abiertos.
Todo
era parte de un concepto. El parque, como las plazas La Roche y Mitre, de Morón
y San Miguel, donde unas 200 personas son censadas, asistidas, acompañadas,
alimentadas por el grupo creciente de voluntarios que nos infló los pulmones de
orgullo, estaba para una foto desde arriba. Porque el domingo era menester
abstraerse de uno mismo, salirse del propio cuerpo y flotar un ratito, calmar la
excitación y el diálogo compulsivo, entender que la pasamos bien y ayudamos, o
al revés.

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