martes, 23 de julio de 2013

Aprendiendo a soñar

Fotos: Majo Rodriguez Villarroel
Por teléfono, pensé que era una nena.
-Hola, sí, con Guadalupe Capustrini…
-Sí, soy yo -contestó con una frescura que me enfrió la oreja.

Hasta conocerla, la imaginé chiquita, indefensa, soñadora. Sólo en lo último acerté. Golpeé las manos con ansiedad en el 3888 de Marcos Sastre, a metros de Pichincha, pero tardé en descubrir que la fachada verde esmeralda era un truco para engañar los sentidos. El lugar era al lado, donde un cartelito de madera indicaba desde el garage “Fundación Aprendiendo a Aprender”.
Abrió Manuela y estiró el misterio. Su hija estaba adentro, dando vueltas alrededor de la mesa rectangular que recibía embates de crayones, biromes y lápices. Así es todos los sábados a la mañana y varias tardes durante la semana, cuando familiares, vecinas y docentes del barrio Constantini, en el Oeste de San Miguel, ayudan a la joven maestra a llevar a cabo un proyecto que arrancó, como casi todos los que aparecieron en nuestro camino, con una historia trágica devenida en utopía cristalizada.

Guadalupe daba clases en varias escuelas de San Miguel hasta que un sábado de septiembre de 2010 (que justo, justísimo era el día del maestro) amaneció sin poder moverse. Pasaron días, viajes, estudios, tratamientos sin que nadie pudiera aclararle el horizonte.

Bueno. Hasta acá tenía yo, de relato. En realidad había un par de párrafos más, pero no daba en la tecla. Ni en la cuerda, ni en el blanco ni nada. Leía y releía lo escrito, pero no caminaba. No encontraba la forma de transmitir lo que vimos ese sábado a la mañana, bajando del 269 cartel rojo, en la atmósfera que se respiraba en esa casa, en los ojos de Walter cuando no entendía el verb to be, en las tazas de mate cocido, las galletitas, los crayones, los juguetes desparramados en el patio.
Por suerte le mostré el texto a una de esas personas lindas que nos toca cruzarnos mientras vacacionamos en esta galaxia.
-Por qué no te vas a dormir, y mañana lo agarrás renovado. Cuando algo no sale, no sale.

Fue lo que hice. Y el mañana de ayer, que hoy sería hoy, recibí un mail de Guadalupe. Entonces descubrí que nadie mejor que ella iba a terminar de contar su historia. Por eso, copio y pego lo que me escribió en la previa de la Estación de Sueños, el próximo tiempo de Tu Tiempo, el festejo del Día del Niño, el domingo en que vamos a ayudarnos entre todos y ayudarla a ella.


Hola Ariel! Principalmente te queríamos agradecer la visita a la Fundación y el interés por tejer redes. Te cuento un poco mi situación actual...

viernes, 19 de julio de 2013

Juan y la Estación de Sueños

Con Malena trabajamos juntos, pero apenas sabía de su interés por los mundos fantásticos cuando la invitamos a introducirnos a la Estación de Sueños con un texto. Resulta que su abuelo, un contador que debió ser dibujante, le narraba cuando era chica la historia de un tren en el que pasaban cosas raras. Ese relato hoy nos lleva al próximo tiempo, el del Día del Niño en la UNGS, además de hacernos pensar en las vías que se conectan con el paso de los años, en el inoxidable recuerdo de una nena, la noble imagen de un abuelo y el eterno sueño de mejorar el mundo que, descubrimos, está a un cerrar y abrir de ojos.
Por Malena Baños Pozzati
Con dos dedos de cada mano se pellizcó los pantalones a la altura de las rodillas y tiró un poquito para arriba mientras se dejaba caer en el asiento. Así le había enseñado a hacer su madre el día que Juan se puso los largos y empezó a trabajar. Aunque apenas tenía una pelusa de barba, se afeitaba todas las mañanas para estar bien prolijo ante los clientes. Ser un contador era cosa de cuidado, había que tener todo bajo control, empezando por esa tarjeta de presentación de uno mismo que es la propia cara. El tren ya empezaba a bufar. Se enderezó un poco y abrió el cuaderno con los apuntes del día. Había números y fórmulas por todos lados. Buscó su calculadora de bolsillo adentro de la agenda y trató de enfocarse en adelantar trabajo antes de llegar a la oficina.
De a poco la estación Lemos se fue alejando. Aparentemente ahí también habían quedado las ganas de trabajar de Juan, porque en cuestión de minutos cabeceaba descontrolado. Garabateó algunos dibujos en los márgenes, como para volver a despertarse. En pocos trazos aparecieron un lémur, un estegosaurio, un mono aullador y un híbrido de camaleón y serpiente -con sólo dos patitas delanteras y una cola larga que terminaba en cascabel-.
No le costaba dibujar esas criaturas porque todos los fines de semana iba al zoológico y copiaba los animales con plumín y carbonilla, de vez en cuando también se permitía inventar un poco. La diferencia con los modelos que veía era que, a su alrededor, les dibujaba el bosque, la selva, el pantano. En algún momento Juan soltó el lápiz y el mentón le chocó con la clavícula. Ni lo notó, porque se había quedado completamente dormido. Siempre, de un modo u otro, se despertaba a tiempo como si una parte de él se quedara despierta viendo pasar las estaciones. Campo de mayo, Teniende Agneta, Capitán Lozano, Sargento Barrufaldi, Lasalle, Ejército de los Andes... podría recitarlas sentido Lacroze-Lemos o Lemos-Lacroze sin pifiarla una sola vez.
De pronto, como sacudido por un despertador, abrió los ojos y miró por la ventanilla. Barrufaldi. Recién estaba en Barrufaldi. Se hubiera acomodado y vuelto a dormir de no haber sido porque el tren salió disparado como un torpedo. Y se hubiera vuelto a dormir, a pesar de la velocidad, de no haber sido porque la estación siguiente no fue Lasalle, como la lógica más lógica indicaría, sino Martín Coronado. Un absurdo. Tanto que Juan no llegó a procesarlo porque el tren no paró en esa estación, ni tampoco en Lynch, ni Jorge Newberry, ni Campo de Mayo, ni Artigas, que pasaron de un plumazo, mezcladísimas y como si las separaran apenas unos metros. Las estaciones no estaban en orden. ¿Cómo era posible? Algo tan recto, tan musicalmente acomodado por un inglés metódico que tiró las vías ahí y unió Lacroze con Lemos con un lindo y prolijo ángulo obtuso.
Juan se puso de pie, agarrándose de los respaldos mientras en la ventanilla danzaban Arata, Agneta, Artigas riéndose de sus "As" mezcladas como en un cubilete. Pero entonces el tren silbó profundo y paró en seco. Con una gambeta a la fuerza de gravedad, ese día loco quiso que Juan no saliera volando hacia adelante. El joven se quedó parado cuan alto era en medio del pasillo desierto del tren. Recién entonces se daba cuenta de que estaba solo, solísimo en todo ese tren que parecía tener mil vagones. Se acomodó los anteojos y tenía las manos llenas de libretas, carpetitas, cinco calculadoras y no menos de trece lapiceras. Dejó caer todo al piso, no sabía de dónde habían salido esas cosas. En el suelo del tren quedaron tirados varios bocetos de animales durmiendo en la estepa. Juan levantó la vista al escuchar un ruido acompasado y vio a un avestruz que corría hacia él. Aterrado, el joven se cubrió la cabeza con las manos (que volvían a estar llenas de gomas de borrar y frasquitos de tinta china aparecidos como por arte de magia) y cerró los ojos, como hace la gente normal cuando todo se vuelve loco y se intenta desesperadamente despertar.

lunes, 1 de julio de 2013

Los sin techo

El colmo fue cuando llegó la Chilinga. Ahí sí, te digo, me reí de lleno, supe que el resto de las risas que me arrancó la Fábrica (carcajadas graves y disfónicas, tentadas ingobernables porque por ejemplo, los Tutuca llamaban por megáfono a las señoras o los autos que pasaban y, cuando recibían un saludo como respuesta, celebraban a los gritos como el Tano Passman festejando una Libertadores de River) no iban a ser como esa. Que esa era un cierre de la jornada, un cierre de otro tiempo, porque no podía creer hasta dónde llegamos, cada vez con más amigos dispuestos a bajar la luna o pintar el cielo si hiciera falta.
Fotos: Nicolás Edgar
El colmo fue cuando estacionó, en la esquina de Almirante Brown y Junín, un bondi de la 543 y los vi. Arriba estaba la Chilinga de Lomas, unos 36 percusionistas con sus bombos, redoblantes, zurdos, cencerros, chinchillos (no sé si es un instrumento, pero suena bien). Al frente, Carlos, el chofer con la campera azul de la línea municipal, la camisa celeste, los jeanes y lentes anchos. Anteojos que se acomodaba cuando explicaba que no sabía que tenía que llevar a una batucada, que le pidieron que estuviera puntual en la empresa esa tarde, y cuando posaba con una sonrisa de cartón sostenida para la foto.
Era un eslabón más, apenas, pero una de nosotros consiguió un bondi de línea para ir a buscar y llevar a la Chilinga. Como ella, muchos armaron la cadena, incluso el Hombre más Serio del Mundo que no se rió ni con los malabares más ridículos del continente, la acrobacia con bolsas de supermercado que hicieron los Tutuca, en enteritos elastizados que les apretaban hasta la conciencia.
Otros consiguieron otras cosas. Llevaron una piñata artesanal repleta de golosinas, montaron una muestra de fotos sobre el comedor Manos Solidarias construida desde la honestidad y no desde el hit, operaron un sonido impecable para que de las cristalinas canciones de Ignoto pudieran disfrutar hasta ellos, acomodaron sillas, juntaron ropa, vinieron a tomar una birra y reírse a nuestro lado.