Allí
estaba yo, cerca del techo de la sala mortuoria, mirándome a mí, o a lo que
quedaba de mi disfraz, en un costoso ataúd laqueado, viendo a quienes más
lloraban sin poder abrazarlos, oyendo a los que se lamentaban sin poder
compadecerlos, admirando a quienes hacían chistes sin poder agradecerles. De a
poco el tiempo (que ya, entonces, comprendía como logra hacerlo alguien que
murió, dejaba de existir y palparse, no tenía más peso ni materia) se agotaba y
me tiraba para arriba. El techo me aspiraba, comenzaba a desintegrarme, y el cielo
raso y el cemento y yo éramos lo mismo, no veo más lágrimas, no escucho más
llantos, súbitamente olvido la forma de mi rostro y la de todos.
No
sé si el lugar al que llegué, incorpóreo y azulado, era el cielo o algunos de
esos espacios mágicos de los cuentos terrenales. En los sueños (incluso los más
hermosos y terribles, esos de los que despertás con el ojo derecho mojado y la
almohada, que acusa recibo, te dice que no es una lagaña, viejo, que no te
alcanza con babearme y ahora también me tengo que aguantar tus lágrimas de puto),
las cosas no tienen orden ni constancia de CUIL.
No
había nubes ni fuego, arpas ni rugidos, ángeles ni mujeres. Sólo estaba
Botellita. Como en las películas o los dibujos animados, me refregué ambos ojos
con los puños cerrados. Seguía ahí.
-¿Sos
vos? –le pregunté, con la fantástica certeza de que hablaba, de que ahí, en el sueño
de mi muerte, no era un osito de peluche, o quizás lo era pero podía
responderme.
-Sí
–me dijo, pero sin mover la boca, eh. No es que era un osito que había cobrado
vida.