No pocos confunden la solidaridad con el proselitismo.
Claro que cuando se habla de un pibe descalzo y con hambre, no debe importar
un pepino de dónde proviene la ayuda. La ayuda tiene que estar, de cualquier
lado.
Pero cuando ese duende –que tiene 6 años y se cruza en el
subte con otro de su misma edad sentado a upa de su mamá, con una bolsita de
chocolates y las dos zapatillas enteras, la remera sin agujeros, los rulos
igual de rulientos pero más limpios, los mocos igual de colgantes pero asistidos
a domicilio- es un microscópico trofeo para sumarle una estrellita a la bandera
de algún concejal, un diputado, un gobernador, un jefe de gobierno, todo un
movimiento, yo me caliento un poco. Más me caliento con la indiferencia, por supuesto.
¿Pero sabés qué? Hay un hormiguero subterráneo que bulle,
que resiste casi todas las tormentas y que crece. Son personas, solas o agrupadas,
lejos de Batman, de Flash, de la Mujer Maravilla y la nueva versión gay de
Linterna Verde y la Liga de la Justicia. Gente que da porque están convencidos de que lo que no se da,
se pierde. A ver: